El libro es aún peor. Porque la serie aún se ha ahorrado un par de detalles bastante hardcores.
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El combate en el libro:
—¿Te han dicho quién soy? —preguntó.
—Un muerto cualquiera —gruñó Ser Gregor en respuesta—, qué
más da.
Siguió avanzando, inexorable. El dorniense se echó a un lado.
—Soy Oberyn Martell, uno de los príncipes de Dorne —dijo
mientras la Montaña se giraba para no perderlo de vista—. La princesa
Elia era mi hermana.
—¿Quién? —preguntó Gregor Clegane.
La lanza larga de Oberyn se disparó en un aguijonazo, pero Ser
Gregor recibió la punta con el escudo, la desvió hacia un lado y
contraatacó con un tajo relampagueante del espadón. El dorniense lo
esquivó con un giro. La lanza volvió a atacar. Clegane la desvió con la
espada, Martell la recogió velozmente y la volvió a lanzar. Se oyó el
chirrido del metal contra el meta
l cuando la punta se deslizó por la
coraza de la Montaña, desgarró el jubón y dejó un brillante arañazo en
el acero de debajo.
—Elia Martell, princesa de Dorne —siseó la Víbora Roja—. La
violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
Ser Gregor gruñó. Lanzó un tajo bestial hacia la cabeza del
dorniense. El príncipe Oberyn lo esquivó sin dificultad.
—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
—¿Has venido a charlar o a pelear?
—He venido a hacer que confieses.
Con un golpe rápido, la Víbora Roja acertó a la Montaña en el
vientre, pero sin resultado. Gregor le lanzó una estocada y falló. La
lanza larga se abrió camino por encima de la espada. Entró y salió
como la lengua de una serpiente, haciendo una finta abajo y entrando
por arriba, intentando pinchar el bajo vientre, el escudo, los ojos...
«Al menos, la Montaña es un blanco grande», pensó Tyrion. Era
muy difícil que el príncipe Oberyn errara, aunque ninguno de sus
golpes había logrado penetrar la pesada armadura de Ser Gregor. El
dorniense seguía dando vueltas a su alrededor, pinchándolo y
retrocediendo después, obligando al hombre más corpulento a darse la
vuelta una y otra vez. «Clegane lo está perdiendo de vista.» El yelmode la Montaña tenía una estrecha ranura para los ojos, lo que limitaba
mucho su visión. Oberyn se aprovechaba de aquello, así como de su
rapidez y de la longitud de su arma.
Todo siguió igual durante lo que pareció un tiempo infinito.
Cruzaban el patio avanzando y retrocediendo, dando vueltas en
espiral... Ser Gregor lanzaba tajos al aire, mientras la lanza de Oberyn,
golpeaba un brazo, una pierna, la sien en dos ocasiones... El enorme
escudo de madera de Gregor también recibía lo suyo, hasta que una
cabeza de perro asomó bajo la estrella y en otro sitio apareció el roble
desnudo. Clegane gruñía de cuando en cuando, y en una ocasión
Tyrion lo oyó mascullar una maldición, aunque el resto del tiempo
combatía en un silencio hosco.
Al contrario que Oberyn Martell.
—La violaste —decía, haciendo una finta—. La asesinaste —
decía, eludiendo una complicada estocada del espadón de Gregor—.
Mataste a sus hijos —gritó, lanzando la punta de la lanza a la garganta
del gigante, sólo para ver cómo arañaba el grueso gorjal de acero con
un chirrido.
—Oberyn está jugando con él —dijo Ellaria Arena.
«Un juego de idiotas», pensó Tyrion.
—La Montaña es demasiado grande para ser el juguete de nadie.
Por todo el patio, la multitud de espectadores iba cerrándose en
torno a los dos combatientes, avanzando palmo a palmo para ver
mejor. La Guardia Real intentó hacerlos retroceder, empujando
violentamente a los mirones con sus grandes escudos blancos, pero
había cientos de mirones y sólo seis hombres de blanca armadura.
—La violaste. —El príncipe Oberyn paró un tajo bestial con la
lanza—. La asesinaste. —Atacó a Clegane en los ojos con tanta
celeridad que el hombrón dio un salto atrás—. Mataste a sus hijos. —
La lanza descendió hacia un lado, arañando el peto de la Montaña—.
La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
La lanza era medio metro más larga que la espada de Ser Gregor,
más que suficiente para mantenerlo a una distancia incómoda. Éstelanzaba tajos a la lanza cada vez que Oberyn atacaba, intentaba cortar
la punta, pero con el mismo éxito que si intentara cortarle las alas a
una mosca.
—La violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos. —Gregor trató
de embestir, pero Oberyn lo eludió y lo rodeó por la espalda—. La
violaste. La asesinaste. Mataste a sus hijos.
—Cállate. —Ser Gregor parecía moverse un poco más lentamente
y su espadón no se alzaba tan alto como al principio del combate—.
Cierra la boca, joder.
—La violaste —dijo el príncipe, desplazándose a la derecha.
—¡Basta!
Ser Gregor dio dos zancadas y dejó caer la espada sobre la cabeza
de Oberyn, pero el dorniense retrocedió una vez más.
—La asesinaste —dijo.
—¡Cállate!
Gregor cargó de frente, hacia la punta de la lanza que chocó con la
parte derecha de su peto y se deslizó a un lado con un espantoso
chirrido metálico. De pronto, la Montaña estaba tan cerca que podía
golpear, su espada se movía en el aire como una mancha acerada. La
multitud gritaba también. Oberyn esquivó el primer tajo y soltó la
lanza, inútil ahora que Ser Gregor estaba a tan poca distancia. El
dorniense paró el segundo golpe con el escudo. El metal chocó contra
el metal con un estruendo que estremeció los oídos, haciendo que la
Víbora Roja retrocediera. Ser Gregor lo siguió, dando grandes voces.
«No utiliza palabras, se limita a rugir como un animal», pensó
Tyrion. La retirada de Oberyn se convirtió en saltos precipitados hacia
atrás, a escasos centímetros del espadón que le lanzaba estocadas
contra el pecho, los brazos, la cabeza...
Las caballerizas estaban a su espalda. Los espectadores gritaban y
se empujaban para quitarse del camino. Uno de ellos tropezó con la
espalda de Oberyn. Ser Gregor lanzó un golpe descendente con toda
su fuerza salvaje. La Víbora Roja se lanzó a un lado, dando una
voltereta. El desafortunado caballerizo detrás de él no fue tan rápido.En el momento en que levantaba el brazo para protegerse el rostro, la
espada de Gregor lo sajó entre el codo y el hombro.
—¡Cállate! —rugió la Montaña al oír el grito del caballerizo y esta
vez el tajo fue lateral: la mitad superior de la cabeza del chico atravesó
volando el patio, salpicando sangre y sesos.
De pronto cientos de espectadores parecieron perder todo interés
en la culpa o inocencia de Tyrion Lannister, a juzgar por cómo se
empujaban y cargaban unos contra otros con tal de escapar del patio.
Pero la Víbora Roja de Dorne estaba nuevamente de pie, con su lanza
en la mano.
—Elia —dijo, mirando a Ser Gregor—. La violaste. La asesinaste.
Mataste a sus hijos. Venga, pronuncia su nombre.
La Montaña se giró. El yelmo, el escudo, la espada y el jubón eran
un amasijo rojo, salpicado de sangre de pies a cabeza.
—Hablas demasiado —gruñó—. Me das dolor de cabeza.
—Quiero que lo digas. Era Elia de Dorne.
La Montaña bufó con desprecio y avanzó... y en ese momento el
sol irrumpió entre las nubes bajas que habían ocultado el cielo desde
el amanecer.
«El sol de Dorne», dijo Tyrion para sus adentros, pero fue Gregor
Clegane el primero que se movió para dejar el sol a su espalda. «Es
estúpido y brutal, pero tiene los instintos de un guerrero.»
La Víbora Roja se agachó con los ojos entrecerrados y volvió a
atacar con la lanza. Ser Gregor intentó cortarla, pero aquello no había
sido más que una finta. Perdido el equilibrio, trastabilló y dio un paso.
El príncipe Oberyn inclinó su abollado escudo de metal. Un dardo
de luz solar lanzó su destello cegador, se reflejó sobre el oro y el cobre
pulidos y entró por la estrecha ranura del yelmo de su enemigo.
Clegane levantó el escudo para cubrirse del resplandor. La lanza del
príncipe Oberyn se movió como un relámpago y encontró el espacio
desprotegido de la pesada armadura, la articulación bajo el brazo. La
punta atravesó la malla y el cuero endurecido. Gregor soltó un rugidogutural cuando el dorniense hizo girar la lanza antes de tirar de ella
para liberarla.
—¡Elia, dilo, Elia de Dorne! —Daba vueltas en torno a él, con la
lanza preparada para asestar otro golpe—. ¡Dilo!
Tyrion rezaba una oración propia. «Cae y muere», eso decía.
«¡Maldita sea, cae y muere!» La sa
ngre que manaba del sobaco de la
Montaña era suya y todavía debía de caerle más por dentro de la
armadura. Cuando Ser Gregor intentó dar un paso, se le dobló una
rodilla. Tyrion pensó que iba a caer.
El príncipe Oberyn estaba ahora a sus espaldas.
—¡Elia de Dorne! —gritó.
Ser Gregor comenzó a volverse, pero con demasiada lentitud y
demasiado tarde. Aquella vez la lanza le golpeó la corva, atravesando
las capas de malla metálica y cuero entre la greba y la pieza del muslo.
La Montaña retrocedió, se tambaleó y cayó al suelo de cara. Se le
escapó el espadón de las manos. Se
dio vuelta sobre la espalda lenta y
pesadamente.
El dorniense tiró a un lado su escudo destrozado, agarró la lanza
con las dos manos y se apartó lentamente. Detrás de él, la Montaña
soltó un gemido e intentó levantarse sobre un codo. Oberyn giró con
la rapidez de un gato y corrió haci
a su enemigo caído. Emitió un grito
salvaje al bajar la lanza con todo el peso de su cuerpo detrás. El
crujido del asta de fresno al partirse fue un sonido casi tan dulce como
el llanto de furia de Cersei, y por un instante al príncipe Oberyn le
salieron alas.
«La serpiente ha saltado sobre la Montaña.» Metro y cuarto de
lanza rota asomaba del vientre de Cl
egane mientras el príncipe Oberyn
daba una voltereta, se levantaba y se sacudía el polvo. Tiró a un lado
el pedazo de lanza y recogió el mandoble de su adversario.
—Si mueres antes de pronunciar su nombre te perseguiré por los
siete infiernos —prometió.
Ser Gregor intentó incorporarse. La lanza rota lo había atravesado
y lo clavaba al suelo. Entre gruñidos, agarró el mástil con las dosmanos pero no pudo arrancárselo. Bajo su cuerpo crecía un gran
charco de sangre.
—Cada minuto que pasa me siento más inocente —le dijo Tyrion
a Ellaria Arena, que estaba a su lado.
El príncipe Oberyn se aproximó a Gregor Clegane.
—¡Di su nombre!
Puso un pie sobre el pecho de la Montaña y levantó el mandoble
con ambas manos. Tyrion no llegaría nunca a saber si tenía la
intención de cortarle la cabeza a Gregor o de clavarle la punta por la
ranura del yelmo.
La mano de Clegane se alzó de súbito y agarró al dorniense por la
corva. La Víbora Roja dejó caer el mandoble en un tajo feroz, pero
había perdido el equilibrio y el filo se limitó a hacer una nueva
abolladura en el avambrazo de la Montaña. La espada quedó olvidada
mientras la mano de Gregor se tensaba y giraba, haciendo que el
dorniense cayera encima de él. Lucharon cuerpo a cuerpo en el polvo
y la sangre mientras la lanza rota oscilaba de un lado a otro. Tyrion
vio horrorizado que la Montaña había abrazado al príncipe con un
brazo enorme, pegándolo a su pecho como un amante.
—Elia de Dorne —oyeron decir a Ser Gregor cuando estuvieron a
la distancia necesaria para un beso. Su voz grave resonaba dentro del
yelmo—. Yo maté a la mocosa llorona. —Lanzó su mano libre hacia
el rostro desprotegido de Oberyn, clavándole los dedos acerados en
los ojos—. Fue después cuando la violé. —Clegane hundió el puño en
la boca del dorniense, destrozándole los dientes—. Y al final le
reventé la cabeza de mierda. Así.
Cuando echó hacia atrás el enorme puño, la sangre en su
guantelete era como humo en el ai
re frío del amanecer. Se oyó un
crujido escalofriante. Ellaria Arena aulló de terror y el desayuno de
Tyrion le subió ardiente hacia la boca. Cayó de rodillas mientras
devolvía la panceta, las salchichas, los pasteles de manzana y la ración
doble de huevos fritos con cebolla y chiles picantes dornienses.No oyó a su padre pronunciar las palabras que lo condenaron.
Quizá no hizo falta palabra alguna.
«Puse mi vida en las manos de la Víbora Roja y la ha perdido.»
Cuando cayó en la cuenta demasiado tarde de que las serpientes no
tienen manos, Tyrion empezó a reírse histérico.
Estaba a medio camino en la escalera de caracol cuando se dio
cuenta de que los capas doradas no lo llevaban de vuelta a sus
aposentos en la torre.
—Me van a encerrar en las celdas negras —dijo.
Nadie se molestó en responderle. ¿Para qué hablar con un muerto?