Fin de la adolescencia en Mestalla
Posted by Vicent Molins
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El Valencia es, junto con Mercadona, una de las pocas grandes empresas de la Comunidad Valenciana que ha resistido con vida a los embates de los nuevos tiempos económicos y al cenagal en el que se ha convertido el efímero oasis de poder valenciano. El presidente y la vicepresidenta de Mercadona son marido y mujer. Si los gestores del València fueran matrimonio, acabarían divorciados. En muchas cosas el Valencia se asemeja a una república de oriente medio siempre en reconstrucción, con lindes incompletos y una sensación perpetua de desastre que no se corresponde del todo con la realidad. De hecho, ante el reciente ciclo de hormonación financiera de Madrid y Barça, el Valencia —que no hay que olvidar, es uno de los 10 clubes de Europa con más finales continentales— ha mantenido una respetable serenidad deportiva, con varios terceros puestos y presencia continua en Champions. Pero para gran parte de su militancia esto no es suficiente.
En el día a día conviven dos ideas distintas de club. Hay una facción de inconformismo pujante que cree que el València debe ejercer de contrapoder y no celebrar terceros puestos. La otra facción entiende que, dado el hundimiento económico que casi lamina a la entidad, mantenerse a flote y vivir por encima de Sevilla o Atlético de Madrid es un logro cargado de méritos. En esta dualidad, conceptos gaseosos como “ambición” e “ilusión” se convierten en armas arrojadizas.
Para entender al Valencia contemporáneo hay que remontarse a mediados de los 90. Un populista lleno de tics berlusconianos, Paco Roig —que muchos años después sería colaborador de Iñaki Urdangarín— gobierna con un leitmotiv eterno: “per un València Campió”. Su charlatanería descontrolada contrasta con los pesados años grises por los que había transitado el club durante las dos últimas décadas. Roig, hermano del presidente de Mercadona, se exhibe en 1997 como el hombre necesario: “Por mucho que se me critique, en València necesitamos muchos Pacos Roig. En Valencia no nos han hecho la autovía. Aquí todo el mundo se queda sentado y al que se levanta le cortan el cuello”. Roig también alcanza a reflexionar sobre el embarazo: “Por dejar embarazada a una mujer no hay que felicitar a nadie”. Y, por supuesto, Roig llega a creerse el Walt Disney valenciano: “Valdano va a tener todo mi apoyo. Ahora que hemos traído a los jugadores de fantasía que a él le gustan, creo que vamos a disfrutar”.
Los hechos, que suelen ser letales con los charlatanes, negaron la condición de campeón al Valencia de Roig. A punto estuvo de serlo, con un subcampeonato de Liga y una final de Copa en el Bernabéu que el Valencia comenzó a perder cuando piedras de granizo cayendo del cielo suspendieron el partido. Su equipo de fantasía, perpetrado con jugadores tan exquisitos como alérgicos al trabajo como Ariel Ortega, Romario, Moussa Saïb o Marcelinho Carioca —un brasileño que calzaba un 36—, fue su tumba. Por noviembre del 97, Mestalla, en un Valencia-Salamanca, pidió la cabeza de Paco Roig. Tras marcar Pauleta, los aficionados comenzaron a cantar con ironía y muy mala hostia “campeones, campeones”. Esa noche cayó Roig. Se fue sin ver al València campeón. Pero inoculó en los aficionados una ambición por molestar al poder de la Liga que todavía permanece.
Tras la caída del roigismo, el equipo, casi sin pretenderlo, comenzó a ganar. En el proceso reconstructivo promovido por Ranieri —que descabezó las piezas fantasistas de Valdano— hay una noche clave. Barcelona. Tercer lunes de enero de 1998. Guardiola se había lesionado otra vez y el Barcelona ganaba 3-0. En el minuto 69 un argentino intrascendente, Guillermo Morigi, ponía el 3-1. Veinte minutos después el València ganaba 3-4. Esa noche de enero comenzó la primavera. Ranieri, al que Paco Roig llamó Rinaldi la jornada de su presentación, se rodeó de tipos duros. Diecisiete meses después el València se metía en Champions y ganaba la Copa en La Cartuja con un grupo de jugadores dispuestos a morder: Cañizares, Carboni, Djukic, Anglomá, Björklund, Farinós, Angulo, Mendieta… y Claudio López, al que Valdano había querido dejar sin ficha.
Ranieri se marchó al Atlético de Madrid de inspecciones policiales y jueces. El Valencia siguió con su voracidad intacta. Llegó Cúper tras perder un año antes la última edición de la Recopa con el Mallorca. Por entonces, el club practicaba con fruición un arte que después, y con Llorente en la presidencia, acabaría perfeccionando: traspasar a sus mejores figuras y avanzar como si nada hubiera pasado.
Dos finales de Championes después, y muy tocados por la derrota en Milán ante el Bayern, en el Valencia todo eran malas noticias y peores augurios. Mendieta se quería ir al Madrid pero terminaba en la Lazio. Cúper se iba al Inter. El presidente, Pedro Cortés, dimitía. En su lugar llegaba Jaime Ortí, un buen chico que guardaba un abanico gigante en su casa y que, a la sombra de los consejos de administración de Roig y Cortés, siempre había intentado ser presidente. Por una azarosa toma de decisiones, el seísmo dio paso a la construcción del mejor València de la historia. La elección del substituto de Cúper tuvo mucho de elección papal, donde los favoritos (salvo en el caso de Ratzinger) nunca ganan. Los favoritos en este caso eran Carlos Bianchi, Javier Irureta, Mané y Víctor Fernández. La falta de acuerdo, el bloqueo en la elección, dieron voz y voto al director deportivo, Javier Subirats, que lanzó un nombre que ni por asomo entraba en las quinielas: Rafael Benítez, del Tenerife. Lo que ocurrió después ya se sabe. Benítez consolidó las virtudes de los equipos de Ranieri y Cúper, con una solidaridad obrera impactante sobre el terreno de juego. La mayoría de sus hombres no eran excepcionales jugadores de fútbol, pero eran los mejores perros de presa al servicio de una causa. Jaime Ortí sacó de casa su abanico gigante varias veces.
La ambición social que había envuelto, como una nebulosa, el entorno del club tras la llegada de Paco Roig, coincidió, tras su marcha, con la presencia de equipos genéticamente preparados para luchar por cualquier competición, aunque no estuvieran invitados a la fiesta. Fue la combinación perfecta.
La primavera acabó con una imagen. Benítez, una mañana, en la ciudad deportiva de Paterna, llorando en rueda de prensa. El madrileño, que todavía ejercía cierto control sobre su peso corporal, se marchó diciendo que era muy duro dejar Valencia. “Mis hijas ya son falleras…”.
Justo en este tiempo a la Generalitat Valenciana de Francisco Camps le entraron ganas de jugar. Uno de los estrategas de la Generalitat, Rafael Blasco, cerró la venta del club a Juan Bautista Soler (JBS). Un hombre, junto a su padre, muy respetados en el sector de la construcción. La solución idónea para los nuevos desafíos inmobiliarios de la entidad. La familia Soler compró por 31,6 millones las 31 000 acciones de Paco Roig, que hasta entonces conservaba la mayoría accionarial aunque con un poder inocuo. JBS fue aclamado como el hijo que Valenciastán necesitaba. Nadie imaginaba entonces, junio de 2004, de qué forma Soler haría caer todo su peso sobre el club hasta dejarlo como un castillo de arena tras el impacto de un Boeing. Soler gestionó el Valencia con un exotismo derrochador más propio de Marbella. En los vuelos del equipo se servían frivolidades y jamón ibérico. Su esposa, Consuelo Rubio, hacía punto de cruz en las concentraciones, junto a los jugadores, y llegaría a tomar decisiones deportivas en ausencia de su marido. La gran herencia de JBS fue el Nou Mestalla, un estadio que, como él pronosticó, cambiaría la historia del València. Y muy cerca estuvo de hacerlo, provocando la desaparición del club.
El día de la presentación de la maqueta, Rita Barberá, Francisco Camps y Juan Soler se abrazaban exultantes. Una orquesta amenizaba la presentación en el Museo de las Artes y las Ciencias, con miles de invitados vestidos de etiqueta. Era como una nochevieja frenética de la que no había motivo para despertar. Todo iba mucho mejor de lo que pensábamos. El estadio, se explicaba, tendría 18 palcos platino, 22 palcos oro, 24 palcos plata. Era el 10 de noviembre del 2006, viernes. Esa noche las posibilidades de que el Valencia cayera en quiebra estaban aumentando exponencialmente. Hoy, las obras del estadio permanecen interrumpidas por falta de liquidez.
Con un estadio a medio hacer, con el equipo bordeando el descenso, con unas deudas que acercaban al club a la fatalidad, Juan Soler se refugió en su casa del Eixample de Valencia alegando enfermedad.
El principal acreedor del club, Bancaja, intervenía de facto la entidad. Antes que en cualquier otro lugar, fue en Mestalla donde se empezó a practicar con tecnócratas. Bancaja, antes de ser Bankia, situó al frente del València a Manuel Llorente, un Mario Monti con la misión de reflotar las cuentas del club y poder pagar a la entidad bancaria. Llorente es un hombre recto y sin carisma que casi siempre ha vivido en la sombra. Fue la persona de confianza de Juan Roig en Mercadona y el Valencia Basket. Y, como los ex presidentes Pedro Cortés y Jaime Ortí, había trabajado mano a mano con Paco Roig, aunque luego éste terminaría llamándole “Bin Laden”.
Y así se llega a la actualidad. Con un dualismo activo de intenciones. En un momento, muy parecido al final de la adolescencia, en el que todos los que rodean al club parecen preguntarse quién es y quién quiere ser el Valencia. Mientras buscan respuesta, la entidad se ha situado en un impás de su historia moderna en el que, tratándose del club del que se trata, podría comenzar a ocurrir cualquier cosa.